Hace apenas unos días moría Kenneth Anger, una de las figuras más excéntricas del cine experimental, director singular de la periferia de aquel Hollywood adicto a los cánones y las convenciones. Anger no solo se apartó de las normas narrativas y las formas tradicionales de producción sino que usó su ingeniosa pluma para ironizar sobre el lado oculto del sistema de estudios. Hollywood Babilonia fue su biblia, un extenso inventario de los escándalos y los chismes más jugosos de la industria del cine durante el clasicismo. Fue prohibido durante décadas, circuló de manera clandestina en los años 60, y se convirtió en una de las lecturas de culto sobre la meca del cine. Muchas anécdotas nacieron de su imaginación, otras de chismes incompletos que fueron magnificados o distorsionados por su inventiva, y la mayoría de secretos a voces que recorrían los pasillos de los estudios y aparecían en las columnas más leídas de la prensa rosa. Anger hizo de aquella escritura la coraza de su personaje y mucho de lo que asomaba en esas páginas también definió el lado B de aquel Hollywood de ensueño.
Una de las historias más rocambolescas que nutrió aquellas páginas fue la pelea pública entre el productor Walter Wanger y Jennings Lang, agente y supuesto amante de su esposa, la actriz Joan Bennett. El episodio culminó con disparos, una condena a prisión y carreras salvadas o hundidas, pero con el tiempo se convirtió en la mejor revelación de cómo la realidad podía opacar los excesos de cualquier ficción. Y sus consecuencias fueron diversas e impensadas: la publicación de un libro sobre la vida en County Honor Farm, un centro de detención al noroeste de Los Ángeles; la producción de Rebelión en el presidio (1954) bajo la dirección de Don Siegel; y recientemente, en 2021, el suceso inspiró el podcast “Love is a Crime”, auspiciado por Vanity Fair y creado por la crítica e historiadora Karina Longworth con la participación de Vanessa Hope, nieta de Bennett y Wanger, y las interpretaciones de Zooey Deschanel y Jon Hamm. Por último, aquella página en las crónicas policiales no dejó las mismas consecuencias para todos sus protagonistas: la carrera como productor de Walter Wanger sufrió una inspirada resurrección mientras la fama de Joan Bennett declinó debido a la condena social que la señalaba como responsable en la puja de dos hombres. Una femme fatale cobraba vida afuera de la pantalla.
Una rubia promesa
La historia de Joan Bennett en el cine comenzó por casualidad. Provenía de una familia de estirpe teatral, sus padres –Richard Bennett y Adrienne Morrison- habían sido figuras reconocidas en el teatro; su hermana Constance fue una de las grandes estrellas de la era silente de la pantalla norteamericana, y su hermana Barbara, una importante bailarina e intérprete del musical. Si bien Joan había aparecido delante de las cámaras junto a su padre cuando era apenas una niña, abandonó su interés en la actuación para casarse a los 16 años con Jack Marion Fox, un alcohólico que al poco tiempo la abandonó con una hija. El cine resultó un esperado refugio y una estrategia para sobrevivir. El período mudo languidecía y Joan se acomodó con su rostro virginal y su cabellera rubia como una de las promisorias intérpretes del sonoro. Compartió cartel con el legendario Lionel Barrymore en la primera versión sonora de Moby Dick (1930), actuó bajo las órdenes de Raoul Walsh en Mi chica y yo (1932), junto a Spencer Tracy; fue parte de la troupe de George Cukor en la primera versión de Mujercitas (133), donde interpretó a la rebelde Amy March; y se lució bajo la égida de Gregory LaCava en Mundos individuales (1935) con un elenco estelar de comedia que incluía a Claudette Colbert, Charles Boyer y Joel McCrea.
El cambio de rubia a castaña se produjo como artilugio para definir a su personaje en Los secretos de un Don Juan (1938), donde interpretaba a una fugitiva de la ley que cambia de identidad y se escapa del país para luego enamorarse del intrépido detective que la persigue. Bajo la dirección de Tay Garnett y la producción de su futuro marido, el ascendente productor independiente Walter Wanger, la película selló la escalada de Bennett como mujer fatal, envuelta en las sombras negras que invadían el cine clásico. A partir de entonces quien mejor capturó la potencia de esa transformación fue el director austríaco Fritz Lang, quien intentaba hacer pie en Hollywood luego de abandonar Alemania tras el ascenso del nazismo.
La caza del hombre (1941) fue la primera película que los unió. “Joan Bennett era maravillosa”, revela Lang en sus entrevistas con Peter Bogdanovich publicadas en su libro Fritz Lang en América. Bennett interpretaba a una prostituta del puerto que se enamora de Walter Pidgeon cuando arriba a los Estados Unidos luego de intentar asesinar a Hitler. “La oficina Hays insistió en que no podíamos enaltecer a una prostituta así que lo resolvimos poniendo una máquina de coser en el departamento del personaje de Joan y asegurándoles a los censores que solo era una modista”.
La colaboración entre Bennett y Lang se extendió a lo largo de varias películas: La mujer del cuadro (1944), Mala mujer (1945) y Secreto tras la puerta (1947). Bajo la dirección del creador de Metrópolis, la actriz se convirtió en una poderosa aparición durante una década en la que el film noir parecía anticipar la oscuridad que se vendría. Wanger era ya un productor establecido, y su alianza con Lang le permitió pisar fuerte en una industria en la que la independencia estaba siempre mal vista. Así, Bennett se elevaba por encima de los auspicios de la Walter Wanger Productions y asimilaba en su autonomía las directivas del exigente Lang en una carrera poblada de grandes títulos: Un ligero error (1942) de Otto Preminger; La mujer en la playa (1947), de Jean Renoir durante su exilio en los Estados Unidos; Almas desnudas (1949), de Max Ophüls, también en su breve hiato en Hollywood y El padre de la novia (1950) –y su secuela en 1951- de Vincente Minnelli. “Este período –recuerda Anger con cierto sarcasmo en Hollywood Babilonia– fue coronado por el disparo en la ingle de Walter Wanger a Jannings Lang, quien era entonces el amante de su esposa, Joan Bennett. El productor luego cumplió la condena fuera de la celda, como bibliotecario de la prisión”. La carrera de Bennett también acusaría el impacto de la bala.
Walter Wanger, disparos y una rendidora excursión a la prisión
Joan Bennett y Walter Wanger se habían casado en enero de 1940. Por entonces, Wanger tenía entre sus pergaminos la producción de películas como Solo se vive una vez (1937), ya en colaboración con Fritz Lang; La diligencia (1939), de John Ford, y Corresponsal extranjero (1940) de Alfred Hitchcock, pero mientras el éxito y el prestigio de su esposa ascendían durante los años 40, algunas malas decisiones del productor comprometieron las finanzas del matrimonio hacia comienzos de los años 50. “Walter estaba en la peor situación de su vida”, explica su nieta Vanessa Hope en el podcast “Love is a Crime”. Las presiones de los bancos debido a sus numerosas deudas -agravadas por el fracaso de Juana de Arco (1948), su ambiciosa producción protagonizada por Ingrid Bergman-, los tropiezos para ingresar al nuevo mercado de la televisión y su extravagante estilo de vida lo sumergían en el desasosiego. “Durante dos años las cosas empeoraban cada día más y más”, recordaba el productor en una entrevista de la época que cita el podcast. “Era una cadena interminable de fracasos y decepciones”.
Su sombrío estado de ánimo se conjugaba con la creciente dependencia de los ingresos de su esposa para pagar las cuentas. Y en ese espiral de paranoia comenzó a sospechar que Joan tenía una aventura amorosa con su agente de prensa, Jennings Lang. Antes vicepresidente de la agencia de talentos Jaffe, Lang se había convertido en esos años en el jefe de operaciones de televisión de la MCA en la costa oeste y en un eslabón clave para la entrada a la televisión de varias estrellas. Corroído por los celos, Wanger contrató un detective privado para que siguiera a su esposa y descubrió que había viajado junto a Lang a Nueva Orleáns, al Caribe y compartían horas en un departamento de Beverly Hills. Enceguecido de furia, tomó un arma y fue al encuentro de los amantes. Era el 13 de diciembre de 1951 y Bennett y Lang estaban reunidos en las oficinas de la MCA para concertar un contrato para la televisión.
Wanger divisó el Cadillac verde de su esposa en estacionamiento de la MCA y esperó allí. Cuando ella y Lang salieron del edificio se produjo el enfrentamiento. “Hubo una discusión violenta entre los hombres”, señala Matthew Bernstein, autor de Walter Wanger: Hollywood Independent. “Walter recordaba haber estado parado allí, como hipnotizado, y aunque Lang levantó de inmediato las manos, le disparó dos tiros: uno rebotó en el auto y el otro lo hirió en la ingle”. Lang sobrevivió y la policía detuvo a Wanger, quien fue acusado de intento de asesinato y liberado bajo fianza. Bennett negó el romance y declaró: “Si Walter piensa que las relaciones entre el señor Lang y yo exceden lo estrictamente comercial, está totalmente equivocado”. El 14 de diciembre la actriz emitió un comunicado de prensa que atribuía el hecho a los contratiempos financieros del productor y el abogado defensor esgrimió “locura temporal” como atenuante. Wanger cumplió una condena de cuatro meses como bibliotecario en la prisión de County Honor Farm.
Algunos más heridos que otros
Las heridas de aquel suceso no fueron iguales para todos. Jennings Lang se convirtió en un importante productor en Hollywood, con créditos en películas como El engaño (1971) y El hombre que burló a la mafia (1973) de Don Siegel; Obsesión mortal (1971) y La venganza del muerto (1973) de Clint Eastwood, y algunos éxitos del cine catástrofe como Aeropuerto 1975 (1974) y Terremoto (1974). Las bromas sobre la herida ocasionada por el disparo no se hicieron esperar y pese al tiempo trascurrido fue su hijo, el cineasta e historiador Rocky Lang, quien confirmó no sin humor que era la prueba viviente de que su padre no había visto afectada su función reproductora.
Wanger, por su parte, convirtió aquella experiencia carcelaria en dos de sus mejores películas, La que no quería morir (1958), de Robert Wise, con la actuación estelar de Susan Hayward, y la más fiel a su experiencia como testigo de un motín carcelario, Rebelión en el presidio. Tiempo después, el último acto de su carrera como productor fue el desastre de Cleopatra, la megalómana producción con Elizabeth Taylor y Richard Burton que casi hunde a la Fox. Pese a ello siempre bromeaba: “Todos en Hollywood se quejan tanto de los agentes de prensa, yo fui el único que hice algo al respecto”.
Para Joan Bennett, la historia no fue tan triunfante. Hollywood la culpó del affaire y la castigó por ser el botín en disputa entre dos hombres. Su carrera comenzó a opacarse con el correr de los años: su última película importante fue Siempre hay un mañana (1956) del maestro Douglas Sirk, junto a Fred MacMurray y Barbara Stanwyck, y luego una larga lista de producciones para televisión a lo largo de los años 60 y 70, hasta la merecida despedida en el clásico del giallo, Suspiria (1977), de Darío Argento. En 1965 se había divorciado de Wanger, quien murió unos años después de un ataque al corazón, y volvió a casarse en 1978 con el crítico David Morris Wilde.
Más allá del escándalo, la condena mediática y el crepúsculo de su carrera en Hollywood, el legado de Joan Bennett sigue vivo en sus mejores películas. Su melena de cabellos oscuros, su voz ardiente y sus ojos encendidos animaron creaciones insurgentes de aquel cine negro que le dio esplendor a su talento y auras premonitorios a su futuro.
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