Por Chow Hang-tung, activista de derechos humanos, organizadora de la vigilia de Tiananmen y abogada, actualmente encarcelada en Hong Kong
Fue un momento triste cuando Amnistía Internacional cerró sus oficinas en Hong Kong después de más de 40 años en mi ciudad.
Esta organización es muy importante para mí, y no sólo porque ha hecho campaña por mi liberación desde que fui encarcelada el año pasado.
Amnistía ha sido la ventana que ha dado una perspectiva internacional a mi trabajo de derechos humanos. Presenciar su desaparición ha sido como ver desaparecer partes de mí misma; sólo ha quedado un cascarón vacío flotando entre los escombros.
Mi relación con Amnistía no comenzó en Hong Kong, sino mientras estaba en Reino Unido estudiando en Cambridge. Por aquel entonces, como ignorante estudiante universitaria, suponía que habría multitud de asociaciones dedicadas a la represión de Tiananmen o a otras cuestiones relacionadas con China.
Sin embargo, al no encontrar ninguna especializada en ese ámbito específico, me uní a Amnistía Internacional en la Universidad de Cambridge.
Hasta después de unirme no supe que Amnistía es la organización basada en la membresía dedicada a los derechos humanos más grande del mundo, con millones de miembros en más de un centenar de países, que decide democráticamente sobre las cuestiones y líneas en las que desea centrarse, independiente de cualquier poder político o fuerza nacional. Me asombró contemplar el enorme poder unificador que una idea podía tener.
El enfoque desde abajo hacia arriba existente en la organización puede trascender culturas y fronteras, y unir el poder de la gente corriente hasta formar una fuerza que ningún país puede ignorar. Reuní el valor para presentar mi candidatura al comité ejecutivo y me convertí en miembro de la dirección. Trabajé organizando grupos de envío de cartas para presos y presas de conciencia en todo el mundo, así como exposiciones, conferencias, debates, proyecciones, galas de recaudación de fondos, e incluso competiciones de envío de cartas.
Me sentía bien sabiendo que, como persona individual y como miembro de un colectivo, podía hacer algo para luchar contra la injusticia.
El evento más emblemático de Amnistía Internacional en la Universidad de Cambridge es la campaña Cage. Un grupo de estudiantes se encierra por turnos en una jaula colocada en el césped del King’s College durante las 24 horas del día mientras piden a la gente que firme, haga donaciones o emprenda acciones. Ahora soy yo una de esas presas de conciencia por las que hacíamos campaña y soy yo quien duerme en un duro camastro en la cárcel. Pero lo cierto es que no me siento tan incómoda.
El grupo de Amnistía Internacional en la Universidad de Cambridge tiene un alto grado de libertad, y la primera vez que quise organizar un acto para conmemorar el 4 de junio en Cambridge fue bajo el amparo de este grupo. Amnistía fue la inspiración de mi trabajo de defensa de los derechos humanos. Sin ese periodo de experimentación y esa experiencia, probablemente no sería la persona que soy ahora.
Cuando regresé a Hong Kong en 2010, representé a Amnistía, trabajando con colegas de todo el mundo. Aprendí que, escuchando más las historias y las luchas de otra gente, te sientes menos atrapada en tus propios problemas. Te ayuda a darte cuenta de que tu lucha no es la única.
Durante una década he participado con entusiasmo en la Alianza de Hong Kong en Apoyo de los Movimientos Patrióticos y Democráticos de China, que organizaba la vigilia de Tiananmen en la ciudad, hasta que el año pasado se vio obligada a disolverse ante la detención de muchos de nuestros miembros más destacados.
La Alianza está a años luz de Amnistía. Era una pequeña organización gestionada por miembros comprometidos entusiastas y dedicada a un único tema, , pero goza de respeto y aprecio entre la población de Hong Kong.
Tuve el privilegio de vivir un tiempo en el que Hong Kong aún era abierto y plural, y en el que las organizaciones globales de derechos humanos no eran contempladas con suspicacia y hostilidad a causa de su condición internacional. La gente podía participar en organizaciones tanto locales como internacionales, colaborar e interactuar con una variedad de grupos, de manera que las distintas experiencias podían complementarse mutuamente y la sociedad civil en su conjunto podía crecer y progresar de una manera diversa y comunicativa, lo que convertía a Hong Kong en una ciudad realmente mundial.
Ese no es el Hong Kong que la próxima generación heredará. Hong Kong, como sociedad, va en la dirección exactamente contraria: niega la diversidad, se muestra hostil ante las opiniones extranjeras, y tiene una sociedad civil inconexa y maltratada que cada vez tiene más miedo de colaborar. Eso dificulta la supervivencia de grupos como el mío, y esa es por supuesto la intención.
La marcha de Amnistía es una señal inequívoca de advertencia al mundo exterior sobre lo terrible que es la situación de los derechos humanos en Hong Kong. Ya no se puede seguir fingiendo que hay libertad.
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